Mi primer encuentro con el Padre

 

Índice del capítulo: El Instituto Tajamar

En octubre de 1960, el Padre vino a España. Estuvo en Madrid, Zaragoza y Pamplona. Un amigo mío, entrenador de balonmano, con el que había hablado de Dios bastantes veces, seguía con muchas dudas y las cosas no cambiaban. Le pedí que me acompañara a Pamplona para conocer al Padre, pues se iban a celebrar allí varios encuentros numerosos con todo tipo de personas. Finalmente, se animó, y nos fuimos para allá en moto, en una Montesa en la que tuvimos que aguantar una buena tormenta de agua y nieve.

Entramos en Pamplona en medio de una larga caravana, entre tantos vehículos que venían de toda España para reunirse allí. Nos alojamos como pudimos y al día siguiente fuimos a uno de esos encuentros en los que el Padre respondía a lo que a cada uno se le ocurría preguntar.

A la salida, perdí de vista a mi amigo, y al poco nos encontramos en un bar. Estaba muy emocionado.

—¿Qué te pasa, chico? —le pregunté.

—Pues que todo lo que me llevas diciendo tú tanto tiempo, lo he visto hoy clarísimo de golpe. Ese hombre, el Padre, parece que me lo decía todo expresamente a mí. ¡Lo tengo todo claro! ¡Clarísimo!

Estaba con deseos de rehacer su vida cristiana y cambiar radicalmente.

La verdad es que yo estaba alucinado, como se dice ahora. El Padre le había hecho cambiar en un instante, y yo, en dos o tres años de amistad, intentando explicarle lo que es ser cristiano, no había conseguido casi nada. Se ve que cuanto más cerca de Dios está uno, mejor transmite la luz de Dios a los demás.

Aquélla era la segunda vez en que yo veía al Padre. La primera había sido una semana antes en Madrid, el 16 de octubre de 1960. Aquel día, a las 8 de la tarde, nos recibió a todos los agregados de Madrid. Tuvimos una tertulia en una de las salas de la Basílica de San Miguel, una iglesia encomendada a sacerdotes del Opus Dei que está situada en la zona vieja de Madrid, junto a la Plaza Mayor.

Estuvimos con el Padre un buen rato. Nos habló sobre unidad de vida, sobre la santificación de nuestra vida corriente, en la que no caben milagrerías sino el trabajo bien hecho, que se ha de imponer a la rutina y al cansancio. Nos animó muchísimo.

A la mañana siguiente, el Padre celebró una Misa en San Miguel. Recuerdo bien la imagen de aquel momento, con un rayo de sol que iluminaba el retablo, justo a las doce de la mañana. Todos nos pusimos de pie. Empezó la Misa. Al final del Evangelio, el Padre dirigió una breve homilía:

—Sentaos... los que podáis. Yo quiero deciros unas palabras en esta iglesia de Madrid, donde tuve la alegría de celebrar la primera Misa mía madrileña. Me trajo el Señor aquí con barruntos de nuestra Obra. Yo no podía entonces soñar que vería esta iglesia llena de almas que aman tanto a Jesucristo. Y estoy conmovido. Conmovido, porque os tengo que decir que vosotros y yo hemos de cumplir un mandato divino, maravilloso: primero, en nuestra vida personal; después, influyendo en la vida de los demás, en todos los ambientes del mundo. Porque os tengo que decir que no hay nación en América y en la Europa libre, donde no haya corazones que vibren como vosotros. Porque os tengo que decir que comienzan a brotar vocaciones como las vuestras y la mía en tierras africanas y asiáticas.

El Padre nos pidió que fuéramos fieles al Señor, que mantuviéramos siempre el ambiente de familia. Insistió en que hemos de amar mucho la libertad personal de todos, que afirmamos con nuestra propia libertad; que en las cosas de la tierra somos libérrimos, y nos comportamos como cualquier otro ciudadano honrado.

 

 
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